lunes, 9 de marzo de 2015

Rosa Huertas escribe para nosotros

Recién publicada su última novela: Sombras de la Plaza Mayor, Rosa Huertas sigue prestándonos tiempo y atención, y escribe para nosotros este hermoso texto que titula "Las huellas del pasado".

Para nosotros, que "pateamos" y rastreamos el Madrid del Siglo de Oro descubriendo calles y rincones, aprendiendo así a orientarnos en el presente... ¡y en el pasado!


LAS HUELLAS DEL PASADO.

Mi barrio es como un pueblo. Un pueblo abigarrado de calles tortuosas cuya arteria principal, la calle Toledo, sube empinada hacia la plaza Mayor sin dar tregua al paseante. 
Poco queda de aquel pasado esplendoroso, de los edificios de granito del Guadarrama, de los conventos que poblaban cada esquina, de los personajes ilustres que paseaban por las mismas calles que yo.

Gentes nuevas, llegadas de otros paisajes, se asoman a los balcones de las casas de ahora. Los autobuses han sustituido a los carromatos, aunque dudo que este Madrid luzca más limpio que aquella capital cuya mugre asustaba a propios y extraños. Reclamo un edil que deje las calles cual reluciente patena ¿será acaso mucho pedir? 

Subo la calle con esfuerzo. La Puerta de Toledo me mira con la boca abierta. Presume de estar rodeada de flores y de poseer un aspecto juvenil a pesar del par de siglos que arrastra. Casi nos ha hecho olvidar que está dedicada al monarca más nefasto, ruin y sanguinario que hay reinado en nuestro país. El nombre de Fernando VII aparece también en otro monumento del barrio, en la fuentecilla, una fuente seca que antes abasteció de agua a los vecinos, a pesar de que siempre les pareció horrenda. ¿Qué bichos son estos? ¿Un lagarto con alas, un león con escamas? Ciertamente, son feas las estatuas, el tiempo no les ha concedido la belleza que nunca poseerán, pero sí le ha regalado cierto aire simpático: una rareza histórica enternecedora. 

Por la calzada sube un tráfico infernal e imagino que hace cuatrocientos años el bullicio sería semejante. Los carros cargados con los productos del campo, que venían desde Toledo, entraban en Madrid por esta misma calle. Rufianes y ladronzuelos acechaban en cada esquina, había dinero fresco. Tabernas y posadas abrían sus puertas a los foráneos, igual que hoy proliferan los bares para turistas. 

Compro unas uvas en la frutería de Mohamed y saludo a Toni, que aunque es Chino tiene un nombre español y ha logrado que su pequeña tienda se convierta en un almacén donde hay de todo. “¿Tienes pinzas de la ropa?” “Pasillo 18”. Pero no puedo negar que las tiendas que más me gustan son las que perviven en la calle desde hace un siglo o más. “Caramelos Paco” lleva vendiendo caramelos a los niños del barrio desde 1934 ¿Qué les vendería tres años después? ¿Habría caramelos en el Madrid sitiado de la Guerra Civil? Entro y compro una bolsita de caramelos de miel y limón, los mejores para suavizar la garganta los días que no paro de hablar, esos días en los que no escribo. Porque los días de escritura son silenciosos y solitarios, y cuando hablo sola mi voz suena extraña. 

“Casa Vega” es la tienda del padre de Elisa, la protagonista de Tuerto, maldito y enamorado, y lo seguirá siendo porque ya no distingo bien la realidad de la ficción. Cuando paso, miro los balcones del primer piso, donde veo unas hermosas macetas de geranios y donde imagino a Elisa estudiando cada tarde. Su padre sale fuera a fumar un pitillo, no es capaz de dejar esa adicción, le veo frente a mí y me dan ganas de acercarme a saludarlo, aunque él no me conozca y yo crea que se llama Paco. Un anciano pasa por mi lado y se dirige al padre de Elisa, escucho como lo llama por su nombre: “Hola, Julián ¿Qué tal estás?” Me dan ganas decirle que se equivoca, que el padre de Elisa se llama Paco, pero me doy cuenta que de nuevo estoy en esta lado del espejo y ya no paseo por un mundo de ficción, como Alicia.

Sigo caminando y mi pasos me llevan ante el Instituto San Isidro, el templo de la enseñanza madrileña. Entro por la puerta de granito, por la misma que franquearon Lope, Machado, Aleixandre, Cela, Juan de la Cierva, la reina Fabiola de Bélgica y miles de alumnos a lo largo de más de cuatrocientos años. Y pienso qué quedará de todos ellos aquí dentro. Me miro los pies, sigo pisando sobre las huellas de aquellos que me precedieron, y comprendo que mi misión es atesorar y preservar su memoria. Un rastro de vida, de historia y de verdad palpita bajo mis pies, bajo nuestros pies.

¡Gracias, Rosa Huertas!


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